Nibali, a 6 etapas de terminar su último Giro

En el Parque de la Unión Europea, cerca del Palacio Zanca y la higuera come robles que espande sus ramas como un pequeño árbol botella, […]

Vincenzo Nibali
/ FOTO: INSTAGRAM.

En el Parque de la Unión Europea, cerca del Palacio Zanca y la higuera come robles que espande sus ramas como un pequeño árbol botella, estaban los niños esperándolo.

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Cristian Caputo, Antonino Veneziano, Stefano Azzarello, Giancarlo Marmorio y Vincenzo (otro más), La Monica, estaban radiantes, limpios de pies a cabeza, como si jamás hubiesen subido las faldas del Etna. Esperaban por su ídolo, por ese largo y flaco hombre que surgió del Estrecho para convertirse en uno de los más grandes ciclistas de todos los tiempos.

La carrera llegaba hasta su pueblo, casi que hasta su casa, y sus padres, Giovanna y Salvatore, se apresuraron a cerrar las puertas de la papelería para ir a saludarlo, a abrazarlo. También se cerró, durante un breve lapso, la tienda donde se alquilaban las películas de video en sus tiempos de niño, cuando gastaba las horas en su Benotto, o corriendo por las playas donde murió, en 2019, Felice Gimondi, otro de los adorados ídolos italianos.

El sello del squalo

Hasta allí, hasta Messina, llegó el rumor del ciclismo antes de 1900. Llegó en los cables de la luz eléctrica que atravesaban el mar desde Calabria, hasta el cabo Peloro, hasta el pilón de 211 metros que alberga, además, una pequeña y modesta torre Eiffel.

Vincenzo tenía 13 años cuando cuando se enamoró definitivamente de la bici. Lo hizo dando vueltas por la papelería de su madre y la floristería de Alba Di Felice, a quien le quebró varias anchetas y materas que luego su padre tuvo que pagar a cuotas, y todo porque el niño no quería bajarse de la bici ni para comer.

El Giro llegó a Messina con Juan Pedro López como líder y con Nibali con uniforme de gregario. Ni siquiera disputó la etapa, que traía vientos de descenso. Tampoco había disputado la subida al Etna, consciente de sus limitaciones. Se estaba guardando, y aunque el público siciliano quería verlo de rosa, tuvieron que resignarse a verlo de azul, con el uniforme del Astana, equipo con el que pasó a la historia ganando el Tour de Francia.

Ese día, en Messina, hubo fiesta, y todos pudieron disfrutar del ídolo, del gran Tiburón del Estrecho, tan escuálido como cuando tenía 13 y soñaba volar como Binda, Bartali o Gimondi. También hubo lágrimas, porque Vincenzo ratificó su despedida. Se irá a final de temporada, con o sin trofeos, porque para él, lo más importante, es terminar las carreras.

“Me voy, ya es hora, ya cumplí mis sueños. Ahora quiero pasar tiempo con mi familia”, dijo frente un centenar de aficionados en la Plaza Unión Europea, mirando de reojo a su hija Emma y a su esposa Rachele Perineli.

La despedida

Se va en lo más alto de su carrera, dejando su nombre en la cúspide del ciclismo mundial, en el Olimpo de los rodadores.

Es uno de los 7 ciclistas que han podido ganar las Tres Grandes, junto a Jacques Anquetil, Felice Gimondi, Eddy Merckx, Bernard Hinault, Alberto Contador y Chris Froome. También ganó el Giro de Lombardía, el Giro de Trentino, la Tirreno Adriático y uno de los más grandes monumentos: la Milán – San Remo.

El Giro 105 todavía no termina. Este martes inicia su semana definitiva con la etapa reina, en Aprica, 202 kilómetros con el Mortirolo en medio del camino. Una jornada para gigantes, donde quizás el Tiburón tenga su última oportunidad de morder la gloria.

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